Columna de Opinión "El vínculo que necesitamos"
El recuerdo está latente. Es como si fuese ayer. No tenía más de diez años y me perdí en las Salinas. Fui con mi padre. En el cambio de lado, bajé esos peldaños metálicos rojos. Los mismos que eran la base de la estructura del Court Central de Viña del Mar. De fondo, jugaba González con un joven Del Potro. Flaco, piernas largas y con una cabellera larga. Esa era la promesa argentina.
Caminé un largo rato. Llegué a las canchas de entrenamientos y como un amante del tenis, me quedé viendo como José Acasuso y Agustín Calleri entrenaban su revés a una mano. Swing largo de fondo de cancha. Pegaban y de vuelta al centro de la pista. Era una batalla trasandina, mientras el bombardero, bajo la tenue brisa marina, mataba a palos a una emergente figura que, quien lo diría, tiempo después ganaría el US Open y la Copa Davis.
No sabía quien era quien. Era pequeño. Para mi, Calleri era el hombre que había perdido con Massú en Buenos Aires. Solo por eso lo conocía. Le dije: "Acasuso", al mismísimo Agustín. Se enchuchó. Paró la práctica y me putió. No fui capaz de decirle nada. Ahí entendí por qué los argentinos son como son. Cubiertos de un ego dantesco, de una marca propia y de un arrogancia que se acerca más a la rebeldía que la petulancia. O como usted quiera entenderla.
Fue un hecho que hoy, con el tiempo, ya no se da. Porque claro, no hay torneos de peso en Chile. No quiero menospreciar los Futuros. No. Todo lo contrario. Pero no vienen figuras de talla mundial. Eso hay que reconocerlo. Ni menos, entregan los mismo puntos que un Challenger o un certamen 250.
Es crucial y necesario. Estos torneos, como el que se desarrollará ahora en Santiago, son los condimentos habituales de una base cultural tenística. No solo para nosotros -los hinchas o los periodistas-. Sino que también para los deportistas profesionales. Ya sea por el roce, o simplemente por la experiencia.
Son 30 semanas de viajes por el mundo que dejan de ser odiseas monetarias. Acá está la familia, los amigos y la morada que los vio crecer. Acá está su gente, los referees que los conocieron desde pequeños, el ambiente en el cual evolucionaron y la comida, sí, la comida, que en Asia, Europa o Oceanía, no existe. O quizás sí, pero no con el amor del entorno cercano.
Y para qué decir lo otro. Los Wild Cards. Un regalo codiciado, un documento deseado por tantos que, en Chile, pasan a ser un registro cargado de patriotismo que premia a los nuestros. A los nacido en este lado del planeta. Es cosa de mirar los cuadros trasandinos. Todas las invitaciones para ellos. Bien copiado. Lo bueno hay que replicarlo.
Que alegría es ver que Matías Soto tenga una invitación. Que tenga la oportunidad de agarrar ese ritmo que nos hace, históricamente, quedar atrás. Es como pensar y mirar hoy a figuras como Kyrgios, Zverev o Tiafoe, entre otros. Que crecieron entre invitaciones y oportunidades. Algo tan escaso para los nuestros que desde el fin del mundo deben suplicar por un simple pase.
Esa es la importancia. La necesidad de hacer lo habitual del circuito, parte de lo nuestro. De mirar esos torneos como antaño. Donde sabíamos que terminado el Abierto de Australia, venía nuestra cita con la elite. Nuestro encuentro con los mejores. Nuestra experiencia con los elegidos.
Ojo, que no es solamente traer torneos. Sabemos todos, que es fácil organizar un Futuro y después justificar fondos con boletas de dudosa procedencia. Sino, es cosa de ver como lo hacia el señor Hinzpeter, que era capaz de hacer firmar a dueños de clubes montos que nunca le entregaba. ¿Y lo demás?, bueno, quien sabe...
No, no es eso. Es hacer las cosas bien para que todos, no solamente los jugadores, sientan en Chile lo añoramos todos. Un tenis de categoría. Con figuras en nuestras canchas y por qué no, con chilenos dando que hablar dentro de una pista de tenis.
Esa es la importancia que buscamos. Ese es el vínculo que necesitamos. Dicen que para ser el mejor hay que ganarle a las estrellas. Bueno, eso queremos. No simplemente mirar a la constelación de estrellas por televisión, sino que también verlos de cerca. Escuchar sus reproches. Y por qué no, aprender de sus mañas.

Matías Lorca
Columnista de opinión
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